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Rivera, marido de la rubia Merceditas, se hubiese vestido de mujer, apareció en la puerta de la sala.

—¡Oh!—exclamó don Cándido.

—Adelante, mnisia Marcelina—dijo Daniel.

Ah, sois vosotros?

—Los mismos.

—Pílades y Orestes.

—Exactemente.

—Aqueste es Pilades—dijo doña Marcelina extendiendo la mano á don Céndido.

—Señora, usted es una mujer fatídica—contestó retirándose de doña Marcelina.

—No cabe en tus entrañas Ni el amur ni la amistad, pecho de tronco, Ojalá fuego yo de bronco todo entero l—repuso den Cándido suspirando.

—Especialmente el cuello, ¿no es verdad, aunigo mio—observó Daniel.

—Qud! ¿Está sentenciada al sacrificio la cabeza de Pilades?

—No, señore; ni usted se meta á repetir sonicjantes barbaridades; yo no soy unitario, ni munca lo he sido, entiende usted?

Y qué importa la cabeza?

—No importe la cabeza de usted que es... pero la nda..

— la vuestra, ¿qué importa ante las hecatombes que ha presenciado el mundo? ¿La cabeza de Antonio y la de Cicerón no fueron tiradas en el Capitolio, como me leía el inmortal Juan Cruz?

¿No os llevaría la posteridad en sus alas?