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— vesado esa distancia con el agua hasta la pantorrilla, cuando menos. Y de pie sobre esa especie de isla, el punto más cercano é la ballenera, llamó de improviso la atención de todos un hombre vestido con un largo levitón blanco, con su sombrero en una mano y una caña de la India en la otra, que indudablemente había atravesado á pie cuarenta varas de agua, sin que nadie lo echase de ver, puesto que sólo por el agua se podía llegar á la pena.

El era, como el lector conoce ya, nuestro don Cándido Rodríguez, que al salir del convento concibió el proyecto de emigrar, aunque fuese en una tina de baño, según él mismo decía en la larga conversación que llevaba consigo mismo.

—Este es tu día, Cándido—se decía sobre la peña, la Providencia te ha traído hasta este lugar. Ea, valor. En cuanto esa embarcación salvadora se aproxime más, corre, precipitate, vuela sobre ese río y ponte bajo la poderosa protección de esa bandera.

El miedo, que es el peor consejero de este mundo, inspiraba de ese modo á nuestro desgraciado amigo, que no echaba de ver que á su retaguardia tenía cien ó más jinetes federales, que con un par de rebencazos á sus caballos habrían llegado hasta él en dos minutos, al primer paso que diera hacia la embarcación, como succdió en efecto.

El oficial de la ballenera paseaba su anteojo por aquella multitud de más de mil personas que había sobre el muelle, y todas las miradas se dividian entre él y don Cándido, cuando el estallido del cañón dió sobre todos los nervios ese golpe eléctrico que acompaña siempre á la impresión del sonido violento, y cuatro pirámides sucesivas de