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niel cortando el discurso de aquél, quc, á inedida que hablaba, había ido deteniéndose.

—Qué he hecho yo, ni qué he pensado hacer para encontrarme, como me hallo, semejante á un débil barquichuelo en medio de las ondas y de las tempestades del Océano?

— Qué ha hecho usted?

—Si, yo.

Toina! Pues no es nada lo que usted ha hecho.

—Yo no he hecho nada, señor don Daniel, y ya es tiempo de que nuestra «sociabilidad» se sepure, se rasgue, se rompa para siempre. Yo soy un acérrimo defensor del más ilustre de los restauradores de este mundo. Quiero hasta al últiino de la respotabilísima familia de Su Excelencia, como quiero y soy defensor del otro senior gobernador doctor don Felipe, de sus antepasados, y de todos sus hijos. Yo he querido...

—Usted ha querido emigrar, señor don Cándido.

Yo?

—Usted; y éste es delito de lesa federación que se paga con la cabeza.

—Ias pruebas.

—Señor don Cándido, usted está empeñado en que alguien lo ahorque.

— Yo?

—Y sólo espero que me diga usted si quiere serlo por la mano de Rosas ó por la mano de Lavalle. Si lo primero, lo complaceré á usted en el momento, haciendo una visita al coronel Salomón.

Si lo segundo, esperaré tres ó cuatro días á que entre el general Lavalle, y en la primera oportu-