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mo de piernas sorprendente, mientras que la vaguedad de sus miradas y su semblante, como bañado en agua de azafrán, nos harán creer por un momento que aquel hombre lleva una cabeza postiza, viendo en el rostro la antitesis de la seguridad que ostenta el cuerpo.

— Era don Cándido Rodriguez.

Frente á la Sala de Representantes había en 1840 una pequeña fonda, que era el Palais Royal de toda la corte del genio, desde las ocho hasta las once de la mañana, desde las nueve hasta la una de la noche, en cuya puerta, un año antes, habían aprehendido al joven Alagón para convertirlo en una de las más tristes y lamentables víctimas de Rosas.

Eran las diez de la mañana.

Don Cándido llegaba ya á la puerta de la Sala de Representantes, cuando salían de la fonda una docena de personajes de la federación, haciendo un ruido infernal con sus inmensas espuelas.

Don Cándido no los miró con los ojos. Los miró y conoció con el oído. Y sin dar vuelta á la cabeza, ni precipitar sus pasos, se entró muy scrio en la Sala de Representantes y empezó á subir la escalera que conduce al archivo.

El no iba á semejante casa ni á tal archivo. Era el ruido de las espuelas federales lo que había dado á sus piernas una nueva dirección, sin dar tiempo a su cabeza para la combinación de ninguna idea. Asi es que, cuando se halló frente á frente con un oficial de esa oficina, no sabiendo qué decirle y no creyendo que debía pararse todavía, pasó por delante de él y siguió andando.

—Señor, quería usted algo?—le dijo aquél.

Yo?