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explicó tantas veces el célebre poeta Lafinur, que sabía que con nada se me contentaba más que con darme lecciones de literatura. No puedo ni hablar con las personas sin que caigan en desgracia inmeditamente.

— Y eso me lo dice usted ahora?—dijo don Cándido tomando su sombrero y su caña de la India, que había puesto á su lado sobre el escaño, y preparándose á marchar de prisa.

— Deteneos, presunta víctima l—exclamó dofia Marcelina.

—Yo? ¿Al lado de usted?

—¿Y qué sería de vuestra vida y de la de Daniel si no hubiera yo volado á prevenirles á ustedes el inmenso riesgo que están corriendo?

Y qué seré de mí si continúo hablando con usted ?

—De todos modos usted ha de morir. Los hados son implacables.

—El diablo es quien se la debía llevar á usted, señora.

—Conteneos, temerario: si no habláis conmigo, morís por la mano de Gaste y si habláis conmigo, morls por la mano de las autoridades.

Cruz —exclamó don Cándido, mirando á done Marcelina con despavoridos ojos y cruzando los dos índices de sus manos.

¡Ah! couándo no se ha visto á la beneficencia haciendo ingratoa?..contestó doña Marcelina con esos dos versos de un poeta español.

—Adiós, señora.

—Deteneos. Sólo le necesidad me obliga á llegar á la casa de don Daniel; los dioses me han