—Nada, señor.
— Cómo nada?
—Es uno que vende dulces, y los compañeros dicen que es espía de Lavalle.
144 —Ha de ser, pues. ¿De dónde viene?
No sé, señor; pero ha de ser de por ahí no más.
—Bueno; á los compañeros que hagan lo que quieran.
El soldado salió. Rosas hizo señas al escribiente para que continuase su lectura.
Prosiguió:
»... haya sublevado en su favor todas las sim»patías del país. Y el cabecilla Lavalle debe es»tar sin saber qué hacer, porque cada uno le acon»seja de distinto modo. Por lo que hace á Ri»vera...
El lector se detuvo de súbito á los horribles gritos, & los ayes que transían el alma y que eran exhalados á pocos pasos de allí, de Rosas: era que estaban degollando al vendedor de dulces, entre la gritería y alegría salvajes de los soldados y de la chusma, al ver la sangre y la agonía de la víctima.
Este infeliz se llamaba Antonio Fragueiro Calviño. Era viejo, de sesenta y tantos años, y de profesión vendedor de pastas, y que había ido eso illa á Santos Lugares á hacer comercio con su cajón de dulces, arrastrado fatalmente por su destino.
. —Siga, pues—dijo Rosas con la mayor flema.
»Por lo que hace á Rivera, no les ha de der ingún auxilio, pues está deseando que se pier>dan todos, no porque el pardejón no sea tan uni