En la alta noche se le veía llegar al campamento, y el héroe popular hacía tender su recado cerca de sus leales defensores.
Allí se le veía, echarse; pero media hora después ya no estaba alli.
¿Dónde estaba? Con el poncho y la gorra de su asistente, tendido en cualquiera otra parte, donde nadie lo hallase ni lo conociese.
En el momento en que estamos, se desmontaba en el cuartel general, á cuya puerta tomaban mate multitud de jefes, oficiales y paisanos confundidos.
Aquel hombre, de una naturaleza de bronce, que acababa de pasar la noche con las mismas comodidades que su caballo, ó más bien, con menos comodidades que el animal, llegaba, sin einbargo, fresco, lozano y fuerte, como si saliese de un colchón de plumas y de un baño de leche.
La expresión de su semblante era adusta y siniestra como las pasiones que agitaban su alma.
De poncho, con una gorra de oficial, y sin espada ni insignia alguna, pasó por medio de su cor te, ó su estado mayor, ó lo que fuese, sin dignarse echarle una mirada.
Una gran mesa de pino estaba colocada en medio del rancho y cubierta casi toda ella de papeles manuscritos é impresos.
Veíanse allí tres oficiales de secretaría, pálidos, ojerosos, en un profundísimo silencio y sin hacer nada, y al general Corvalán con un grueso paquete de pliegos cerrados en la mano, entreteniéndose en leer y releer los sobres.
Levantáronse todos á la entrada de Rosas. Este quitóse su gorra y su poncho, tirólos sobre el catre, y comenzó á pasearse á lo largo de la habi-