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los que estaban bajo el anatema del odio ó de la venganza.

Pero en Buenos Aires ninguno era señalado, y todos estaban bajo el anatema.

La hoguera inglesa no hizo menos estragos que la española. Pero cada hombre sabia, en las creencias religiosas que profesaba, cuál era el destino que le cabía.

En Buenos Aires no había más medio de poder conocer ese destino, no había otro camino que condujese á la seguridad personal que convertirse en asesino, para libertarse de ser víctima. Y no se crea que la palabra asesino es empleada como un concepto hiperbólico, sino que materialmente era preciso asociarse á lo más corrompido de la Mazorca, y tener el cuchillo en la mano, matando ó pronto á matar.

En todas partes, la adhesión moral á la causa del poder, por más brutal y tiránica que fuese, ha sido naturalmente, una salvaguardia.

En Buenos Aires, no.

El antiguo federalista de principios, siempre que fuese honrado y moderado; el extranjero mismno, que no era ni unitario ni federal; el hombre pacífico y laborioso que no había sentido janás una opinión política; la mujer, el joven, el adolescente, puede decirse, todos, todos, todos estaban envueltos, estaban comprendidos en la misma sentencia universal: ó ser facinerosos ó ser víctimas.