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cado, y sobre todo las negras y las mulatas que se habían dado ya carta de independencia absolu ta para defender mejor su madre causa, comenzaban á pasear en grandes bandadas la ciudad, y la clausura de las familias empezó á hacerse un hecho.

Empezó á temerse salir á la vecindad.

Los barrios céntricos de la ciudad eran los más atravesados en todas direcciones por aquellas bandadas, y las confiterías, especialmente, eran el punto tácito de reunión.

Allí se bebía y no se pagaba, porque los brindis que oía el confitero, eran demasiado honor y demasiado precio por su vino.

Los cafés eren invadidos desde las cuatro de la tarde. Y jay de aquel que se presentase en ellos con su barba cerrada ó su cabello partido! Un nuevo modo de afeitar, que no conoció Fígaro, se empleaba con él en menos de un minuto.

El cuchillo de la Mazorca, que más tarde debía servir de sierra en la garganta humana, hizo su aprendizaje como navaja de barba y tijeras de peluquería.

El último crepúsculo de la tarde no se había apagado en los bordes del horizonte, cuando la ciudad era un desierto; todo el mundo en su casa; la atención pendiente del menor ruido; las miradas cambiándose; el corazón latiendo.

Lavalle.

Rosas.

La Mazorca.

Eran ideas que cruzaban, como relámpagos súbitos del miedo ó de la esperanza, en la imaginación de todos.

¡Ay de la madre que tenía un hijo fuera de su