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cribir la situación de Buenos Aires al comenzar los primeros días de septiembre.

A medida que pasaban las horas, se iba enervando la impresión del miedo que causó á los rosistas la súbila aparición de las armias libertadoras en la provincia. Y por un exceso brutal de cobardía, y de cuanto puede haber de intame en la historia de un partido político, ó de los instrumentos de un jefe de partido, la mujer comenzó á ser cl blanco del encarnizamiento de bandadas de forajidos, bautizados con el nombre de federaleswww Sin disputa, sin duda histórica, la mujer porteña había desplegado, durante esos fatales tiempos del terror, un valor moral, una firmeza y dignidad de carácter, y, puede decirse, una altanería y uma audacia tales, que los hombres estaban muy lejos de ostentar, y que servia de punzante reproche á las damas exaltadas de la federación, y á los hombres corrompidos sobre los que se apoyaba la santa causa.

La linda cabeza de las gaditanas de la Amé rica pascaba alta, orguida; les parecía tan bien colocada sobre sus hombros, que creían ofenderla doblándola un poco al pasar por medio de los magnates de la época. Y el vestido modesto de la patriota, parecía plegarse y contraerse por sí mismo al ir á rozarse con la crujiente y deslumbrante seda de la opulenta federal.

Sus cabellos, trono en otro tiempo de la flor del aire, se rebelaban contra el repugnante moño de la federación y apenas la punta de una pequeña cinta rosa se descubría entre sus rizos, ó bajo las flores de su sombrero.

Todo esto era un crimen. Y la misma moral que así lo clasificaba, lebie juventar un castigo propio