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cerse sentir con el rigor con que se mostró en el invierno de 1840. Pero no estaba Fermin, y ningún otro criado podía entrar en las habitaciones de Daniel.

El joven encendió una bujía, y lo primero que hizo, fué pasar al aposcuto en que dormía Eduardo, contiguo al suyo.

El sucão era agitado en aquella robusta organización, cuyo espiritu apasionado estaba combatido por tan distintas impresiones, después de cuatro meses; y en su hermoso semblante grabado estaba un ceño duro, revelador de las imágenes adustas que en aquel momento estaban quizá hiriendo su estimulada imaginación.

Contemplólo Daniel largo rato; conoció que no hacía mucho tiempo que dormía, por lo poco que quedaba de la vela á cuya luz había estado leyendo un volumen de la Revolución Francesa.

Vió en Eduardo la imagen palpitante y viva de In persecución y de la desgracia que sufría la juventud de la República; y elevándose más su espíritu á medida que las ideas se sucedían en él, llegó á creer que tenía delante de sus ojos una personificación de la actualidad, en cuya suerte podría estudiar el destino de la generación á que pertenecía.

Pálido, ojeroso, abrumados su espíritu y su cuerpo por el trabajo, la labor y la ansiedad continua, Daniel pasó a su bufete y se echó en su sillón.

Pero de repente, separando de sus sienes sus lacios y descompuestos cabellos, sentóse & su escritorio, y, tranquilo, con ese semblante sereno que se descubría en él cuando una alta idea lo preocupaba, sacó algunas cartas de un secreto de su