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moyas politicas; y Daniel le empezó á dar en el clavo.

—Pero esos tiempos ya pasaron—dijo Mansilla sonriendo.

—No para la crónica.

—Bah, la crónica! ¿y qué sacamos con eso?

—Ni para la actualidad, si usted quiere.

—Eso no es cierto.

—Cierto. Hay mil unitarios que odian al general Mansilla, de envidia por la mujer que tiene.

Es linda mi mujer, ch? Es linda! —dijo Mansilla casi parando su caballo, y mirando á su compañero con un semblante lleno de satisfecha vanidad.

—Es la reina de las bellas; así lo confiesan hasta los mismos unitarios, y me parece, que si ha sido el último triunfo, ha valido por todos.

Eso del último...

—Vamos, no quiero saber nada, General... yo quiero mucho á Agustinita, y no quiero oir que usted le hace infidelidades..

Ah, mi amigo! si usted enoje y desenoja ú las mujeres como á los hombres, usted tendrá en su vida más aventuras que yo.

—No entiendo, General—le contestó Daniel figiendo la más perfecta sorpresa.

—Dejemos esto; ya estamos en el cuartel de Ravelo.

En efecto, habian llegado al cuartel donde dormian cien negros viejos á las órdenes del coronel Ravelo, y hecha la inspección de ordenanza, siguieron luego á visitar el cuarto batallón de Patricios, á las órdenes de Jimeno; y en seguida algunos otros retenes.

Pero cosa singular! el champaña de la fede-