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Me parece que tendría usted muchos que lo siguiescu.

Pero, vendría usted?—preguntó Mansilla insistiendo en arrancar alguna confidencia á aquel joven que acababa de ser depositario de una enorme indiscreción suya.

Yo? Mire usted, General, yo no podría por una sencilla razón.

—¿Y cuál?

—Porque yo he jurado no asociarme á nada de lo que hagan los jóvenes de mi edad, desde que ellos en su mayor parte se han hecho unitarios, y yo sigo y profeso los principios de la federación.

Bah, bah, bah!

Y Mansilla separó su caballo, queriendo convencerse de que Daniel no era sino un muchacho parlanchín, y sin peso ninguno en sus ideas, pues que aquel escrúpulo de amor propio no podia caber en un espíritu superior.

Daniel continuó, como si nada notase:

—Además, General, yo tengo horror å la política y me avengo mejor con la literatura y con las damas, como se lo decía esta tarde á Agustinita, cuando me pedía que le acompañase á usted esta noche.

—Así lo creo contestó Mansilla con sequedad.

Qué quiere usted! yo quiero ser tan buen porteño como el general Mansilla.

—¿Qué?

—Es decir, quiero acreditarme como él en el concepto de las buenas mozas.

El amor había sido siempre el flaco de Mansilla, como su fuerte habían sido siempre las tra-