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& usted, ni creo que usted me conozca á mi, á pesar del hado y de los dioses del Olimpo.

—Que no os conozco? Vos sois Pilades.

—Yo soy don Cándido Rodríguez, señora.

—No, vos sois Pflades; como Daniel es Ulises.

—¿Daniel?

—Si, ahora se hace usted el que no me conoce? yo soy la señora doña Marcelina, en cuya casa tomó usted parte en aquella estupenda tragedia en que...

— Señora, por el amor de todos los santos, cállesc usted que estamos en la calle !

—Pero hablo despacio, apenas me oye usted mismo.

Pero usted se equivoca. Yo no soy... yo no soy...

Que no es usted? ¡Oh! más fácil le hubiera sido & Orestes desconocer su patria, que á mí desconocer á mis amigos; y sobre todo cuando están en peligro.

En peligro?

—Sí, en peligro; se piensa hacer una hecatombe con usted y con el señor don Daniel !—exclamó doña Marcelina levantando su dedo índice á la altura de los ojos de don Cándido; ojos que vagaron del cielo á la tierra, y de dofis Marcelina al vestíbulo de la portería.

—Entre usted, señora—le dijo don Cándido tomándola de la mano, haciéndola entrar y sentarse á su lado en un escaño.

—¿ Qué hay?—continuó.— Qué especies de profecías espantosas y terroríficas son las que salen rápidas y tumultuosas de la boca de usted? ¿I de la he conocido yo á usted?

—Contestaré, primero: que conocí & usted una