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¡Dios mío, nuevos trabajos!—exclamó Amalia llevando sus manos á sus ojos, y oprimiendo sus párpados, como era su costumbre en los momentos en que sufría.

—Sí, nuevos trabajos, mi Amalia; ya esta casa no nos ofrece seguridad: será necesario buscar otra.

—Pero vamos pronto, Daniel—dijo Eduardo con una impaciencia tan marcada y una expresión tan dura en sus brillantes ojos de azabache, que Amalia creyó adivinar su pensamiento, y lo asió la mano diciéndole:

—Por mí, Eduardo, por mí—con tal dulzura, con tal termura en su mirada y en su voz, que Eduardo, por la primera vez, tuvo que desviar sus ojos de los de ella, para que el león no fuera fascinado por la maga.

—Descansa en mí, mi Amalia—le dijo Daniel imprimiendo un beso sobre su frente, como tenía de costumbre al despedirse de ella; de esa criatura tan bella, tan noble, tan generosa, y tan desgraciada al mismo tiempo.

Eduardo apretaba la mano de su amada, y al mismo tiempo Pedro le daba su poncho y su espada, renegando entre si misino de no haber pudido saludar con su tercerola al que vino á espiar las ventanas de la hija de su coronel.

La despedida fué casi silenciosa: cada uno alli estaba animado de distintos. deseos, de distintas emociones: Amalia sufría por verlos partir; Eduardo porque vefa que cada momento se ganaba terreno Mariño; y Daniel porque no podía volverse dos hombres y velar por Amalia en el camino de San Isidro y por Eduardo en la ciudad.