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siempre del otro, del supuesto inferior que le ríe las gracias y le canta sus méri- tos. El vanidoso es la madrastra de Blan- canieves y necesita el espejito mágico que le diga que es todo un hombre. La vanidad es una pasión bobísima que vuelve al amo dependiente del esclavo. Maniobrar con la vanidad masculina ha sido siempre el arma del esclavo, de la mujer oprimida. Habría que agrade- cer a las mujeres que se han negado a seguir ese juego el habernos proporcio- nado a los varones la oportunidad, ca- si siempre desaprovechada, de recuperar cierta dignidad. En general, los hombres hemos preferido sorprendernos cómica- mente de que las mujeres mandasen en ciertas cosas en vez de ir al fondo de la cuestión. Oprimida, privada de una vida independiente, la mujer ama de casa ha podido mandar en asuntos de orden in- terno halagando la vanidad del marido; o la artista ha podido arruinar al financie- ro o al terrateniente que deseaba ser ad-

mirado por ir acompañado de ella. No ha sido ésta la situación general de las mujeres. Cuando los hombres se han que- jado de hembras mandonas o de mujeres fatales, sólo han estado en muchos ca- sos sorprendiéndose estúpidamente de que el “objeto” dominado no lo estuvie- se tanto como creían, o como deseaban. Para bien y para mal, las mujeres no han controlado tanto indirectamente a los hombres como a veces se piensa. Pe- ro, cuando lo han hecho, la vanidad mas- culina ha sido la clave del supuesto poder de la mujer.

Esa vanidad, querido Andreu, no es más que el reverso del prejuicio masculi- no. No somos vanidosos por naturaleza, sino porque nos comieron el coco dicién- donos de pequeñitos que íbamos para hombres, para lo mejor que se podía ser.


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Alternativa Feminista

La vanidad masculina ha sido siempro una debilidad idiota. Piensa sólo un mo- mento lo que se han debido reír las mu- jeres a lo largo de los siglos del pat; cado. Y, si no ha sido así, tanto pel para ellas; aquí una solidaridad.

Ahora, cuando Margaret Thatcher La podido ganarles una guerra a una junto de generales obligados por oficio e ideo- logía a ser más hombres que nadie, te diría que la vanidad masculina es un innecesario riesgo de ridículo. Aparte de ser, querido Andreu, el lacito azui que nos ata individualmente a una opresión colectiva.

Perdona el sermón. Y enhorabuena 2 ti, no menos que a la compañera que te ha pisado el primer puesto.

Besos a ti y abrazos a tu madre o vice- versa.


REVISTA MUJERES — ESPAÑA — No 7 — JUNIO-JULIO 1985