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Almanaque Sud-americano

II

Vése á lo lejos una humilde y solitaria casita, medio oculta por corpulentos árboles. Como en los cementerios, simétricas hileras de cipreses cuadran el patio y una trepadora yedra cubre parte de la galería.

Los pálidos reflejos del sol poniente bañan la casita, dándole un aspecto fantástico.

Un soplo de aire levísimo, al mecer la yedra, hace que la vista se aparte con horror de aquel sitio, porque aquella yedra, cubierta de una negra capa de polvo, semeja multitud de enormes arañas entrelazadas, moviéndose simultáneamente, como si se entregaran á una danza macabra.

Más allá, dos grandes árboles, secos y de color ceniciento, parecen dos gigantes petrificados, abriendo los brazos en actitud amenazadora.

Todo yace en calma. Sólo de vez en cuando turban el sepulcral silencio que reina en la misteriosa casita los acompasados pasos de un venerable anciano, que extasiado en la contemplación de las maravillas celestes, acaba por caer de rodillas sobre la tierra.

Gruesas lágrimas ruedan por sus pálidas y hundidas mejillas. ¡Pobre anciano!, una pena inmensa, profunda, lacera su alma.

En esa actitud hierática, parece la bella y triste personificación de la Naturaleza, elevando el último himno de gratitud á su omnipotente Hacedor.

Sus labios murmuran una plegaria. Después, obsesionado por una idea dolorosa, se levanta suspirando:

—¡Ay de mí!... ¡cuán dulce resuena aún en las profundidades de mi alma su adorada voz! ¿Por qué, Dios mío, me privaste de mi única felicidad sobre la tierra?

Llorando siempre, llorando lágrimas acerbas, dirígese á una habitación herméticamente cerrada. Con mano inse-