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Matrimonio feliz, si los hubo, era el de Antonio Catari y Magdalena Huanca, ambos descendientes de caciques.

Él, gallardo mozo de veinticinco años, de ánimo levantado, trabajador más que una colmena y enamorado de su mujercita hasta la pared del frente.

El laboreo de una mina le proporcionaba lo preciso para vivir con relativa holgura.

Cuando iba de paseo por las calles de Jauja o Huancayo no eran pocas las hijas de Eva que, corriendo el peligro de firmar contrato para vestir a las ánimas benditas, le cantaban:

     
«Un canario precioso
Va por mi barrio...
¡Quién fuera la canaria
De ese canario!»


Ella, una linda muchacha de veinte primaveras muy lozanas, limpia como onza de oro luciente, hacendosa como una hormiga, y hembra muy mucho de su casa y de su marido, á quien amaba con todas las entretelas y reconcomios de su alma.

La casa del matrimonio era, valgan verdades, en cuanto á tranquilidad y ventura, un rinconcito del Paraíso, sin la serpiente, se entiende.

Cristianos nuevos, habían abjurado la religión de sus mayores y practicaban con fervor los actos de culto externo que el cristianismo impone. Jamás faltaban á misa en los días de precepto, ni á sermón y procesiones, y mucho menos al confesonario por cuaresma. ¿Qué se habría dicho de ellos? ¿O somos ó no somos? Pues, si lo somos, válanos la fé del carbonero.

El adorno principal de la casa era un lienzo al óleo, obra de uno de los grandes artistas que Carlos V ocupara en pintar cuadros para América, representando al santo patrono del marido. Allí estaba san Antonio en la florescencia de la juventud, hecho todo un buen mozo, con sus ojos de azul marino, su carita sonrosada, su sonrisa apacible y su cabellera rubia y riza.

Por supuesto que nunca le faltaba la mariposilla de aceite, y si carecía del obligado ramo de flores, era porque la frígida serranía de Pasco no las produce.

Magdalena vivía tan apasionada de su san Antonio, como del homónimo de carne y hueso.

Como sobre la tierra no hay felicidad completa, al matrimonio le faltaba algo que esparciese alegría en el hogar; y ese algo era fruto ó fruta de bendición, que Dios no había tenido á bien acordarles en tres años de conyugal existencia.

Magdalena, en sus horas de soledad, se arrodillaba ante la imá-