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tudio de las nebulosas mas remotas, justificando asi el bello epitafio grabado sobre su tumba de Upton: Cælorum perrupit claustra. Lanzado, como Colon, á un mar desconocido, descubrió islas y archipiélagos, dejando á las generaciones siguientes el cuidado de determinar su exacta posicion.

Ha sido preciso recurrir á hipótesis mas ó menos verosímiles acerca de las verdaderas magnitudes de las estrellas y su número relativo, es decir, sobre su acumulacion mas ó menos marcada en los espacios iguales que circunscribe el campo de un mismo telescopio graduado siempre del propio modo, para evaluar el espesor de las capas ó de las zonas que aquellas constituyen. Es tambien imposible atribuir á estos datos, cuando se trata de deducir de ellos las particularidades de la estructura de los cielos, el mismo grado de certeza á que se ha llegado en el estudio de los fenómenos peculiares de nuestro sistema solar, ó en la teoría general de los movimientos aparentes y reales de los cuerpos celestes, ó en la determinacion por último, de las revoluciones verificadas por las estrellas componentes de un sistema binario alrededor de su centro comun de gravedad. Esta parte de la ciencia del Cosmos, se asemeja á las épocas fabulosas ó mitológicas de la historia: la una como las otras se remontan en efecto á ese incierto crepúsculo en que van á perderse los orígenes de los tiempos históricos y los límites del espacio, mas allá de los cuales no alcanzan nuestras medidas. La evidencia, á tal altura, empieza á desaparecer de nuestras concepciones, y todo convida á la imaginacion á buscar en sí misma una forma y contornos fijos para esas confusas apariencias que amenazan escapar á nuestra investigacion.

Pero volviendo a la comparacion que ya hemos indicado, entre la bóveda celeste y un mar sembrado de islas y archipiélagos, ella nos ayudará á comprender mejor los