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Acta Apostolicae Sedis - Commentarium Officiale

«Incluso lo que narré en los mismos libros sobre mi conversión, convirtiéndome Dios a aquella fe que yo turbaba con mi mezquina y tonta locuacidad, ¿no recordáis cómo todo esto fue narrado de tal manera que se resalta que se me concedió que yo no pereciese gracias a las fieles y constantes lágrimas de mi madre?»[1]. Por tanto, Agustín poco a poco empezó a desprenderse de la herejía de los maniqueos y, como impulsado por la inspiración y el impulso divinos, a dejarse llevar al encuentro del obispo de Milán, Ambrosio, mientras el Señor «con su mano toda delicadeza y misericordia, tratando y modelando el corazón»[2] obraba de tal manera que, por medio de los eruditos sermones de Ambrosio, fue inducido a creer en la Iglesia católica y en la verdad de los Libros Sagrados; de modo que desde entonces el hijo de Mónica, aunque todavía no libre de los cuidados y halagos de los vicios, estaba ya firmemente convencido de que, por disposición divina, no hay camino a la salud sino en Jesucristo Nuestro Señor y en la Sagrada Escritura, cuya única garantía de la verdad es la autoridad de la Iglesia Católica[3]. ¡Pero cuán difícil y atormentada es el cambio total de un hombre engañado durante mucho tiempo! De hecho, continuó sirviendo a la codicia y las pasiones del corazón, sin sentirse lo suficientemente fuerte como para sofocarlas; y lejos de extraer al menos el vigor necesario de la doctrina platónica sobre Dios y las criaturas, habría llevado su miseria al extremo con una miseria mucho peor, es decir, con orgullo, si no hubiera aprendido finalmente de las Epístolas de S. Pablo, que todo aquel que quiera vivir como cristiano debe buscar apoyo en el fundamento de la humildad y en la ayuda de la gracia divina. Entonces, finalmente, un episodio que nadie puede releer o recordar sin sentirse conmovido hasta las lágrimas, arrepentido de la vida pasada y conmovido por el ejemplo de tantos fieles, que abandonaron todo para ganar lo único necesario, se entregó a sí mismo. a la misericordia divina, que lo apretó suavemente con un asedio, cuando fue golpeado, mientras rezaba, por una voz repentina que le dijo: «Toma y lee», abriendo el libro de las Epístolas que estaba cerca de él, bajo el impulso de la gracia celestial que tan efectivamente lo estimuló, ese pasaje cayó ante sus ojos: «No en la crápula y las borrachera,

  1. San Agustín, De dono perseverantiae, c. 20, n. 53.
  2. San Agustín, Confesiones, lib. VI, c. 5, n. 7.
  3. San Agustín, Confesiones, lib. VII, c. 7, n. 1