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Cualquier cosa que no llevara este nombre, por rica que fuera en doctrina, elegancia y verdad, no me atraía del todo»[1].

De joven, después, lejos de su madre y discípulo de los paganos, decayó su anterior piedad, entregándose miserablemente al servicio de los placeres del cuerpo y se enredó en las trampas de los maniqueos, permaneciendo en sus manos de este secta durante unos nueve años; y esto permitió que el Altísimo, para que el futuro Doctor de la Gracia, aprendiera de su propia experiencia, y transmitiese a la posteridad, cuánto es la debilidad y fragilidad de un corazón, aun siendo nobilísimo, si no es fortalecido en el camino de la virtud con la ayuda de una formación cristiana y con la oración asidua, especialmente en la edad temprana, cuando la mente es más fácilmente seducida y enervada por los errores, y el corazón se ve abrumado por los primeros impulsos de los sentidos. Asimismo Dios permitió este desorden, para que Agustín supiera en la práctica lo infeliz que es el que trata de llenarse y saciarse de los bienes creados, como él mismo confesó más tarde con franqueza ante Dios: «De hecho, siempre estuviste cerca de mí, atormentándome misericordiosamente y rociando todos mis goces ilícitos con muy amargas contrariedades, para que buscase gozar sin oposición, y al mismo tiempo no encontrando dónde hacerlo, fuera de ti, oh Señor»[2]. ¿Y cómo Agustín hubiese sido abandonado a sí mismo por el Padre celestial, si por él insistía con lágrimas y oraciones Mónica, el verdadero modelo de esas madres cristianas que, con su paciencia y dulzura, con la continua invocación de la Divina Misericordia, consiguen al fin ver volver a sus hijos al camino correcto? No, no podía suceder que se perdiese el hijo de tantas lágrimas[3]; y bien dijo el mismo Agustín:

  1. San Agustín, Confesiones, lib. III, c. 4, n. 8.
  2. San Agustín, Confesiones, lib. II, c. 2, n. 4.
  3. San Agustín, Confesiones, lib. III, c. 12, n. 21.