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Acta Apostolicae Sedis - Commentarium Officiale

o reprendiendo con un feliz desenlace los abusos y vicios que se habían insinuado entre los ciudadanos de Hipona; en esto trabajó mucho durante todo el tiempo, no solo para reconciliar a los pecadores con Dios, para ayudar a los pobres e interceder por los culpables, sino también – aunque se lamentaba porque esto le distraía y disipaba el ánimo- para resolver las litigios y las disputas que se producía entre los fieles en cosas profanas; poniendo por delante, por supuesto, el ejercicio de la caridad episcopal al disgusto por las cosas del siglo. Esta caridad brilló con la máxima grandeza de ánimo en el momento decisivo, cuando, asolando África los vándalos, no se respetó la dignidad de los sacerdotes ni los lugares sagrados. Dudando algunos obispos y sacerdotes sobre la conducta que debían tomar entre tantas y tan graves calamidades, el santo anciano, interrogado por uno de ellos, respondió claramente que ningún sacerdote podía desertar del lugar, fuera lo que fuera lo que viniera, ya que los fieles no podían quedar desprovistos del sagrado ministerio: «Cómo no pensar - dijo - cuando se llega a esta extrema gravedad de los peligros, ni hay ninguna posibilidad huir, cuántos de uno y otro sexo y de todas las edades, suelen correr hacia la Iglesia; unos pidiendo el bautismo; otros la reconciliación, otros también la aplicación de la penitencia, todos el consuelo y la celebración y administración de los Sacramentos? Si carecen de los ministros sagrados, ¡qué inmensa pérdida sigue para los que parten de este siglo o no se regeneran o no son absueltos! ¡qué profundo duelo por sus familiares y amigos que no los tendrán con ellos en la paz de la vida eterna! ¡Cuántos gemidos de todos, y de algunos qué blasfemias se levantarían por la ausencia de ministros y ministerios! ¡Ved lo que hace el miedo a los males temporales y qué adquisición se hace con esto de los males eternos! Por otro lado, cuando los ministros están en su lugar, se ayuda a todos con la fuerza que Dios les concede; los bautizados, los reconciliados, nadie está privado de la comunión del Cuerpo de Cristo; todos son consolados, edificados, exhortados a orar a Dios, que puede apartar todos los males que se temen; y todos están preparados para cualquier acontecimiento, de modo que si este cáliz no puede pasar, hágase la voluntad del que no puede querer nada malo»[1].

  1. San Agustín, Epistolae 228, n. 8.