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Acta Pío. XI

busqué con esmero, escuché con atención, creí a la ligera y con ardor, y persuadí de modo apremiante a quienes pude, y a los demás los defendí con tenacidad y ánimo: no puedo en absoluto enfurecerme contra vosotros, pero debo soportaros ahora, como entonces me soportaba a mí mismo, y trataros con tanta paciencia como mis allegados usaban conmigo en aquel tiempo en que estaba enojado y ciego andaba errado tras vuestros dogmas»[1]. Por esto, al Obispo de Hipona, con su empeño por la religión, con su asidua laboriosidad y bondad de ánimo, ¿cómo le hubiera podido faltar la esperanza o los frutos? Y así, los maniqueos fueron arrastrados al redil de Cristo, la disensión o cisma de Donato llegó a su fin, y los pelagianos fueron completamente vencidos, de modo que, cuando Agustín murió Possidio[a] pudo escribir sobre él: «Y aquel hombre memorable, miembro privilegiado del cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante por el bien de la Iglesia universal. Le fue concedido por Dios que se mostrase fruto de su labor y gozar de él, también en esta vida, primero ciertamente por la unión y perfecta paz en la Iglesia y la región de Hipona, que él presidía; después en otras de África donde, por su propio cuidado o por otros sacerdotes a los que las había confiado, se comprobaba que Iglesia del Señor florecía y se multiplicaba, y los maniqueos, donatistas y pelagianos y paganos lo habían dejado, y unido con gozo a la Iglesia de Dio. Estaba feliz y exultante por los progresos y el fervor de todos los buenos; toleraba con santa y piadosa compasión las faltas disciplinarias de sus hermanos y gemía por las iniquidades de los malvados, tanto de los que estaban dentro de la Iglesia como de los que estaban fuera; disfrutando siempre, como dije, de las ganancias del Señor, y doliéndose por los daños[2]. Si al tratar los grandes asuntos de África y también de la Iglesia universal era fuerte e invencible, hacia su rebaño se presentó siempre como un padre tan celoso y bondadoso como el que más. Acostumbraba predicar con mucha frecuencia al pueblo, generalmente con textos tomados de los Salmos, del Evangelio de San Juan, de las Cartas de San Pablo, explicándolos de un modo acomodado a la comprensión de los hombres más humildes y sencillos,

  1. San Agustín, Contra epist. Manichaei quam vocant fundamenti, c. 2-3, nn. 2-3
  2. Possidius, Vita Sancti Augustini, c. 18.
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