Página:Ad salutem humani.pdf/21

Esta página ha sido corregida
221
Acta de Pío XI

¿No deberían ofrecerse a ayudarla, en la medida en que las circunstancias lo permitan? De hecho, el Estado no tiene por qué temer una invasión de la Iglesia en sus propios fines y derechos; en efecto, los cristianos desde el principio respetaron estos derechos con tal deferencia, según preceptos de su Autor, quien, expuesto al acoso y la muerte, pudo decir justamente «Los príncipes me persiguieron sin razón»[1]. Con ese propósito, con su habitual claridad, Agustín dijo: «¿De qué manera los cristianos han dañado alguna vez los reinos terrenales?" ¿Prohibió su Rey a sus soldados prestar y realizar lo que se les debía a los reyes de la tierra? Pero a los judíos que estaban tramando sobre eso una difamación contra él, ¿no les dijo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios? ¿Y no pagó él mismo el tributo sacándolo de la boca de un pez? ¿No es cierto que su precursor no les dijo a los soldados de este reino, quienes le preguntaron qué hacer para la salvación eterna: desata el cinturón, tira tus armas, abandona a tu rey, para que seas soldados de Dios; sino que él dijo en cambio: No oprimas a nadie, no difames a nadie, conténtate con tu salario? ¿No proclamó uno de sus soldados, y un compañero muy querido para él, a sus compañeros soldados y, por así decirlo, a los compatriotas de Cristo: Que todo hombre esté sujeto a las mayores autoridades? Y un poco después dijo: da a todos lo que debes: a quien tributo, el tributo; a quien impuesto, el impuesto; a quien temor, el temor; a quien honor, honor; no estés en deuda con nadie, si no fuera por el amor mutuo. Y aún así, ¿no ordenó que la Iglesia también rezara por los mismos reyes? Entonces, ¿qué ofensa les hicieron los cristianos? ¿Qué deuda no cumplieron? ¿Qué orden de reyes terrenales no llevaron a cabo los cristianos? Por tanto, los reyes de la tierra persiguieron sin razón a los cristianos»[2] Ciertamente, se debe exigir a los discípulos de Cristo que obedezcan las leyes justas de su nación, siempre y cuando no quieran mandar o prohibir algo que la ley de Cristo prohíbe o manda, dando lugar a un desacuerdo entre la Iglesia y el Estado. Por tanto, apenas podemos añadir algo -pues Nos parece haber indicado lo suficiente-, que la Iglesia no puede dañar al Estado, sino por el contrario más bien proporcionarle mucha ayuda y utilidad.

  1. Sal CXVI, v. 161.
  2. San Agustín, Enarrationes in psalmos 118, sermo 31, n. 1