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Acta Apostolicae Sedis - Commentarium Officiale

si, cuando se ven obligados a castigar con dureza, compensan, con la dulzura de la misericordia y con la amplitud de los beneficios; si en ellos suntuosidad es tanto más refrenda en cuanto podría ser más elevada; si prefieren dominar la voraz codicia antes que los pueblos; y si hacen todas estas cosas no por una gloria vana, sino por el amor de la felicidad eterna y no descuidan sacrificar a su Dios verdadero el sacrificio de humildad, misericordia y oración por sus pecados. Tales son los emperadores cristianos que decimos que en tanto se alegran de la esperanza en esta tierra, tanto más se alegrarán cuando llegue la bienaventuranza eterna que aguardamos»[1]. Este es un ideal del príncipe cristiano del que no se puede encontrar otro más noble y más perfecto; pero ciertamente no será aceptado ni abrazado por aquellos que confían en la sabiduría humana, a menudo embotados en sí mismos y más a menudo cegados por pasiones; pero sólo quien, formado en la doctrina del Evangelio, sabe que preside los asuntos públicos en virtud de una disposición divina, y que esto no se puede hacer de la mejor manera y con feliz éxito si no está profundamente arraigado en el sentimiento de justicia, unido a la caridad y la humildad interior: ««Los reyes de los pueblos que gobiernan con imperio y los que los tienen bajo su dominio se autodenominan benefactores. Sin embargo, no así para vosotros, sino que el mayor entre vosotros llegue a ser como el menor, y el que gobierne sea como el que sirva»[2]. Mientras, por tanto, están en gran error todos los que ordenan las condiciones del Estado, independientemente del fin último del hombre, ni del uso regulado de los bienes de esta vida; están igualmente equivocados muchos otros que piensan que las leyes que gobiernan la vida y favorecen el progreso de la humanidad, no pueden ser regulados de la misma manera que los preceptos de Aquel que proclamó: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»[3]; de Cristo Jesús, digamos, que quiso embellecer y fortificar a su Iglesia con una constitución tan magnífica e inmortal, que tantas vicisitudes de las cosas y de los tiempos, tantas persecuciones nunca pudieron en todo el espacio de veinte siglos, ni podrán jamás sacudirla en el futuro o hasta el fin del mundo. ¿Por qué, entonces, cuántos gobernadores de pueblos, preocupados por el bien y la salvación de sus ciudadanos, deben impedir la acción de la Iglesia?

  1. San Agustín, De civitate Dei, lib. V, c. 24.
  2. Lc XXII, 25-26
  3. Lc XXI, 33.