De hecho, aunque los bienes de este mundo se dan indiscriminadamente a todos, buenos y malos, así como las desgracias pueden golpear a todos, honestos y malvados, no se puede dudar que Dios distribuye los bienes y males de esta vida como mejor benefician a la salvación eterna de las almas y por el bien de la ciudad celestial. Por lo tanto, los príncipes y gobernantes, habiendo recibido el poder de Dios para que con su trabajo se esfuercen, cada uno dentro de los límites de su propia autoridad, por llevar a cabo los planes de la divina Providencia, cooperando con ella para procurar el bienestar temporal de los ciudadanos, evidentemente nunca deben perder de vista ese noble objetivo que se propone a todos los hombres; y no solo no deben hacer ni ordenar nada que pueda ir en detrimento de las leyes de la justicia y la caridad cristiana, sino que deben facilitar el camino para que sus súbditos conozcan y obtengan bienes no transitorios. «De hecho -así dice el obispo de Hipona- no llamamos afortunados a algunos emperadores cristianos por haber tenido un reinado largo, por haber muerto pacíficamente, dejar a sus hijos en el trono, por haber domesticado a los enemigos del Estado, por haber podido evitar y vencer a sus súbditos rebeldes. En esta vida turbulenta, de tales dones o comodidades, y aun de otros, han sido dotados algunos que adoraban a los demonios y por tanto no pertenecían, como éstos, al reino de Dios. Y esto, en virtud de la misericordia divina, a fin de que quienes creyeran en Dios no fuesen tras estos bienes, como si fueran los supremos. En cambio, los llamamos felices si mandan con justicia; si, recordando que son hombres, no se dejan embriagar con arrogancia por los lenguajes que los exaltan y por homenajes demasiado serviles; si ponen su autoridad al servicio de la divinidad. majestad, especialmente por la expansión de su culto; si temen, aman y honran a Dios; si aman especialmente aquel reino donde no temen a los rivales; si son lentos para castigar, fáciles de perdonar; si castigan por la necesidad de gobernar y defender la república y no para saciar el odio de las enemistades; si conceden el perdón, no por la impunidad de la culpa, sino por la esperanza de corrección;
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Acta de Pío XI