trató admirablemente del gobierno por parte de Dios de todas las cosas y todos los acontecimientos. Con esa profunda perspicacia suya ve y distingue, en el avance y progreso de la sociedad, dos ciudades, fundadas en «dos amores: es decir, el amor terrenal de uno mismo hasta el desprecio de Dios, y el amor celestial de Dios hasta el desprecio de sí mismo»[1]; la primera, Babilonia; la segunda Jerusalén; que «están ambas mezcladas, y continuarán mezcladas desde el origen del género humano hasta el fin del mundo»[2]; pero no con el mismo resultado, ya que mientras llega el día en el que los ciudadanos de Jerusalén serán llamados a reinar con Dios eternamente, los seguidores de Babilonia tendrán que expiar sus iniquidades por toda la eternidad junto con los demonios. Así, para la mente investigadora de Agustín, la historia de la sociedad humana aparece como un cuadro del incesante efusión de la caridad de Dios en nosotros, que promueve el aumento de la ciudad celestial que él fundó en medio de triunfos y tribulaciones, pero de tal manera que las locuras y los excesos, forjados por la ciudad terrena, tienen que servir a su progreso, según está escrito: «a los amantes de Dios, a los que sólo se les llama santos, todo se vuelve bien»[3]. estúpidos y necios son, por tanto, cuantos consideran el curso de los siglos está dominado por la burla y el juego de la ciega fortuna; como si sólo estuviera dominado por la codicia y la ambición de los poderosos de la tierra, o como un impulso incesante del espíritu para ayudar a las fuerzas humanas, para favorecer el progreso de las artes, para procurar las comodidades de la vida; mientras que, por el contrario, estos sucesos naturales no tienen otro objetivo que servir y secundar al aumento de la Ciudad de Dios, es decir, a la difusión de la verdad evangélica y al logro de la salvación de las almas en conformidad con escondidos pero siempre misericordiosos consejos de Aquel «que atrae con fuerza de un extremo al otro y lo dispone todo con dulzura»[4]. Para insistir un poco en este punto, diremos de nuevo que Agustín señala la nota de ignominia, incluso –más exactamente- el ardiente estigma del paganismo de griegos y romanos; de cuya religión algunos escritores de nuestro tiempo, ligeros y disolutos,
- ↑ San Agustín, De civitate Dei, lib. XIV, c. 28.
- ↑ San Agustín, Enarrationes in Psalmos. 64, n. 2.
- ↑ Ro VIII, 28.
- ↑ Sb VIII, 1.