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Acta Pío XI

Lleno de luz celestial, razona sobre este primer y fundamental artículo de la fe católica con tal profundidad y sutileza que, de alguna manera, a los doctores que le siguieron les fue suficiente basarse en las reflexiones de Agustín para elevar esos sólidos testimonios de la ciencia divina a la realidad, en el que han sido obstaculizados en todo tiempo los dardos de la depravada razón humana encaminados a combatir este misterio, el más difícil de comprender. Presentemos ahora la doctrina del Obispo de Hipona: «Con propiedad hay que decir que en esta Trinidad pertenece a las personas individuales claramente lo que se dice mutuamente en un sentido relativo, es decir, con respecto a otras Personas, como Padre e Hijo y Espíritu Santo, Don de ambos: porque el Padre no es la Trinidad, el Hijo no es la Trinidad, el Don no es la Trinidad. Y lo que se dice de cada uno en sí mismo, no se dice de los tres en plural, sino de uno solo, la Trinidad misma; como Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo: bueno es el Padre, bueno es el Hijo, bueno es el Espíritu Santo; el Padre es omnipotente, el Hijo es omnipotente, el Espíritu Santo es omnipotente; pero no tres Dioses, ni tres buenos, ni tres omnipotentes, sino un solo Dios, bueno, omnipotente, la misma Trinidad; y todo otra cosa no se dice en relación entre sí, sino de cada uno en sí mismo. En efecto, se dice de ellos como de la Esencia, porque ser aquí es tan válido como ser grande, ser bueno, ser sabio y todo lo demás que se dice de cada persona o de la misma Trinidad»[1]. Presentado este misterio, ciertamente con tanta sutileza y concisión, intenta luego hacerlo entender de alguna manera a través de similitudes apropiadas: así, por ejemplo, cuando ve una imagen de la Trinidad en el alma humana que va camino de la santidad. De hecho, en el mismo acto en que se recuerda a Dios, piensa en él y lo ama: y esto nos muestra de cierta manera cómo el Verbo es engendrado por el Padre, «que todo aquello que tiene substancialmente en sí de coeterno, se dice de cierto modo del Verbo»[2]; y cómo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, que «nos muestra la caridad común con la que el Padre y el Hijo se aman recíprocamente»[3]. Agustín nos advierte

  1. San Agustín, De Trinitate, lib. VIII, proem., n. 1
  2. San Agustín, De Trinitate, lib. XV, c. 21, n. 40.
  3. San Agustín, De Trinitate, lib. XV, c. 17, n. 27.