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Acta de Pío XI

Pues bien, quien crea a la Iglesia, que de su divino Esposo recibió las riquezas de la gracia celestial para distribuirlas especialmente a través de los sacramentos, siguiendo el ejemplo del Buen Samaritano, pone aceite y vino en las heridas de los hijos de Adán para purificar al culpable de la culpa., para fortalecer al débil y al enfermo, y finalmente para conformar a los buenos al ideal de una vida más perfecta. Y aunque algún ministro de Cristo haya fallado a veces en su deber: ¿acaso por eso la virtud de Cristo habrá quedado ineficaz? «Y yo digo –escuchemos al obispo de Hipona-, y todos decimos que los ministros de tal juez deben ser justos; sean ministros justos, si quieren; sin embargo, si no quieren ser justos que se sienten en la cátedra de Moisés, me tranquilizó mi maestro, de quien su Espíritu dijo: Este es el que bautiza»[1]. ¡Ojalá verdaderamente hubieran escuchado a Agustín, o le oyeran hoy todos aquellos que acostumbran a tomar, como los donatistas, el motivo de la caída de algún sacerdote para rasgar el vestido inconsútil de Cristo, y arrojarse así miserablemente fuera del camino de la salud!

Hemos visto como nuestro santo, aun siendo tan sublime en talento, se sometía humildemente a la autoridad de la Iglesia docente, bien persuadido, mientras hiciese, de no desviarse ni un punto de la doctrina católica. Además, habiendo meditado cuidadosamente esa frase: «Si no has creído, no entenderás»[2], había comprendido perfectamente que no sólo aquellos que, más obedientes a las enseñanzas de la fe, meditan en la palabra de Dios con un alma ávida y humilde, son ilustrados por esa luz celestial que se niega a los soberbios; pero también que pertenece al oficio de los sacerdotes -cuyos labios deben custodiar la ciencia[3], estando obligados a explicar y defender debidamente las verdades reveladas, y hacer comprender a los fieles su significado-, meditar profundamente ña verdad divina, en la medida en que por la bondad divina es dado a cada uno. Así, iluminado por la Sabiduría increada, en la oración y meditación de los misterios de las cosas divinas, pudo, con sus escritos, legar a la posteridad un vasto y maravilloso complejo de doctrina sagrada.

  1. San Agustín, In Iohannis evangelio, tract. 5, n. 15.
  2. Is, VII, 9 (sec. LXX).
  3. Mal, II, 7.