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nan la primera composición del tríptico, se buscaría también la debilidad ausente:


 Leños que ardiendo alimentáis la llama.
 Cesad vuestro dolor chisporroteante;
 Dios que todo lo ve, Dios que nos ama
 Ve la piedad que vuestra luz derrama
 Repartiendo el calor reconfortante:

 No penséis como el hombre, en la amargura
 De volveros cenizas... está escrito
 Que al morir esa llama que fulgura,
 El humo, remontando con premura
 Ha de hundirse en la luz del infinito.


Y todo está henchido de ideas, de esas íntimas ideas que se hacen verso trayendo, adherido, el vestigio del invisible mundo interior.

Por eso sus originalidades verbales nada tienen de la grosera artificialidad, ni de esa hipocresía técnica que hoy esté matando la flor de los poetas en España y en América. La fuerza de su alma, su fuego y su nieve, la han salvado de la común falsedad. Y la íntima idea se asoma ingenuamente a las palabras. De ahí la hermosura de esa «febril constelación» que ella mira en los cirios del altar, cuando nos habla del Fuego luz, en la segunda composición del tríptico, o cuando del fuego de artificio dice graciosamente que parece un fuego-niño: