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en la mano sin resultado ninguno. Por fin, un dia dijo á Brédiff y á todos sus amigos, espiritistas convencidos, que no exijia sinó una prueba, única, definitiva, para creer. Era ésta: encerraria un pliego de papel en blanco y un lápiz dentro de una caja sólida que vigilaria y cuya llave tendria en el bolsillo. «Si amanece algo escrito, aunque sea una línea geométrica, credo!» Declaré lo mismo, seguro de no creer una palabra aunque apareciese el Apocalipsis en hebreo, encerré gravemente mi papel y mi lápiz y... esperamos. Encina ha muerto esperando. Repito que la doctrina lo atraia y esa comunion entre las almas muertas y los espíritus en el combate de la vida, le parecia el rasgo mas profundo de la solidaridad universal.

Nunca fuimos camaradas con Encina, y creo que sus relaciones, aun con sus amigos mas íntimos, tenian el mismo carácter que las que mantenia conmigo. No era un espíritu abierto y comunicativo. Su sistema de vida, por otra parte, lo apartaba de ese mundo de actividad moral que hace indispensables las confidencias, las vinculaciones estrechas, el cambio de debilidades,—fácilmente perdonadas recíprocamente.

Trabajaba sus versos como un cincelador; el «Canto al Arte» le costó mucho tiempo y no pocos de esos momentos amarrgos que crea la