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es esa relacion vaga en apariencia, inalterable en el fondo, que llamo el trascendente. Oigame con atencion.

Y en cuadros soberbios muchas veces, alcanzando por momentos la alta elocuencia severa y sencilla, tan diferente de la declamacion, Encina llegaba á alturas vertiginosas. Como se comprenderá, jamás alcancé á explicarme el trascendente. Un dia, en la Biblioteca de la Universidad, pedí á Encina hiciera la explicacion á Del Valle, que, apesar de todo su esfuerzo, quedó á oscuras y con el espíritu rendido. Encina me sostenia que sus ideas no eran confusas, sinó que el espíritu colectivo de nuestra sociedad intelectual, no estaba preparado por una gimnasia constante á la percepcion rápida de ese género de especulaciones. Solia irritarse cuando, cansado, acababa por burlarme un poco de sus veladas metafísicas.

— «No basta, amigo, le decia, el cúmulo de amarguras que caen sobre nosotros diariamente, las decepciones, las ambiciones muertas, para que aumentemos el caudal negro, buscando caractéres imposibles en la página blanca de la vida futura?»

Era ese precisamente para Encina el primordial deber humano. Kant, restringiendo el campo de la observacion, los positivistas cerrando la