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B. PÉREZ GALDÓS

D. Víctor Sáez, ni el mismo Rey, si el verdugo me la quita por orden de los patriotas.

— Paciencia, paciencia, Sr. Naranjo—dijo D. Urbano con acento solemne.—Este mundo es así, no de otro modo. ¡Bendita sea la muerte!

— Pero si yo no soy culpable.

— Ha franqueado usted su casa.

— Porque quería un local modesto. ¿Cómo se había de creer que en una escuela de mocosos se tramaba el hundimiento del liberalismo?

— Hay espías en todas partes.

— ¡Oh, ya lo sél Ese tunante de Sarmiento ha espiado mi casa durante un mes. Permita Dios que se quede ciego.

— Cuando me prendieron en la calle de Co loreros, le pedí un buche de agua y me lo negó -dijo Cuadra.—En el infierno, si es que lo hay, y cuando se abrase, pedirá agua á los demonios...

.—Y le darán fuego. Bien merecido.

— Pero mientras viva... ¡Ay! el mundo pertenece á los tunantes. Puede que haya otro para nosotros, amigo Naranjo; mas éste, no hay duda que es de los pillos.

De este jaez eran las lamentaciones de los dos desgraciados viejos. Pasaba el tiempo, y el conflicto no se resolvía; los temores iban en aumento, y aquellas dos almas se hundían más cada vez en su abismo de negra duda y desesperación. En la noche del 6, la angustia de uno y otro debía tomar aspecto nuevo y más pavoroso. Véase cómo.

Cerca de media noche entró Naranjo despavorido, llenos de mortal espanto los ojos, ja-