en el piso bajo a la izquierda del portal o vestíbulo, cuadra tan ancha, que los coches de Su Excelencia podían dar la vuelta para detenerse ante la gran escalera principal. Conocía tan bien la joven aquellos lugares donde se albergaba el personal administrativo de la casa, que no necesitó ser guiada, ni menos anunciada por el portero. Penetró resueltamente, y al final de oscuro pasillo empujó con suavidad una puerta y miró hacia adentro... Estaba.
— Entra, Solilla—dijo Monsalud riendo. — Entra y siéntate.
— ¿Tienes mucho que hacer, hermano? — preguntó la muchacha, corriendo a sentarse junto a la mesa en que Salvador escribía.
— No: puedes acompañarme un rato. ¿Y el Sr. Gil?
— Lo mismo. Le he dejado durmiendo. Siempre consumido de tristeza y cada vez más decaído. No hay duda que le atormenta la idea de quitarse la vida. Si yo no tomara tantas precauciones, ya nos habría dado un susto.
Hablaba Soledad con agitación. Sus mejillas ligeramente se coloreaban; mas no puede asegurarse si este fenómeno tenía por causa el cansancio o la satisfacción de verse allí, tan cerca de su antiguo vecino y amigo de siempre. Miraba a todos lados, demostrando interés cariñoso por los varios objetos de la estancia, desde el archivo que ocupaba un testero, hasta los cuadros viejos y malos que cubrían el otro. Eran retratos desechados por carecer de condiciones artísticas, algunos paisajes a la flamenca, cacerías y también batallas absurdas