B. PÉREZ G ALDOS
El día 4 sintió gran desfallecimiento, y un& invasión de dolores agudísimos que de su@> inertes extremidades avanzaban lentos y amenazadores hacia el centro de la máquina humana. No podía abandonar el lecho.
— Quién concluirá primero, ¿yo ó la revolución de los guardias?—dijo estóicamente.— Ahora, querida Sola, sostén que hay Dios..* El corazón, este corazón que jamás me enga~ ña, me dice ahora que tu primo morirá, que quedarás huérfana, que...
El dolor le ahogaba y lloró como un niño.
— ¡Qué ridiculas maníasl—dijo Sólita llorando también.—¡Qué agorero es usted, padre! ¿Por qué ha de pasar siempre lo peor? ¿Por qué ha de morir mi primo? No parece sino que en una batalla han de morir todos. Si dicen que no habrá nada. Anatolio vendrá tan bueno y tan flamante, me casaré con él muy contenta, y viviremos felices.
— Tú siempre estás fuera de la realidad, viviendo entre ilusiones y fantasmagorías.
— La desgracia de usted—dijo Naranjo, que se hallaba presente y no disimulaba el lastimoso estado de su espíritu,—no es comparable á la mía. No hay que pensar en la muerte de ese joven. Puede morir, pues nadie está se7 guro de las balas de una batalla... yo estuve en la campaña del Rosellóu, y sé lo que son balas... pero puede también no morir.
— Si no muriera, yo sería feliz—murmuró Cuadra,—y en eso precisamente consiste el absurdo. Me dejé fascinar por ilusiones... No, no puede ser; me lo anuncia este dócil corazói*