dos cuartos por su existencia, según estaba de medroso y aterrado. Transcurrían las horas en expectación dolorosa, y como el terrible conflicto político no se resolvía, Naranjo no podía yantar sobre manteles, ni dar lección á los muchachos. Bajaba, sí, á la clase puntual como un reloj; pero no tomaba las lecciones ni reprendía á los chicos, y la palmeta se cubría de polvo en un rincón de la mesa. El preceptor absolutista no podía apartar el pensamiento de la tremenda imagen negra de su responsabilidad y castigo, si por acaso las brillantes esperanzas de D. Víctor Sáez y del Conde de Moy no tenían realización cumplida. Y síntomas había ¡cielos! de que no la tuviesen.
Con los suspiros de Naranjo altercaban en patético dúo los suspiros de Gil de la Cuadra, que había tocado el cielo con las puntas de los dedos y no lo había podido coger aún. Su yerno, su hijo, la esperanza de su corazón, ideal de toda su vida; el amparo de Sólita, el divino Anatolio, aquel enviado de Dios que se llamaba Gordón, había desaparecido con sus compañeros los guardias, y estaba en el Pardo dispuesto, como los demás rebeldes, á una gran batalla, en la cual podía morir. Durante los seis días de Julio, ni carta ni noticia tranquilizaron al pobre señor, asegurándole la existencia de su amado yerno.
— El corazón me anuncia— decía,— que me ocurrirá una nueva desgracia, la mayor de todas, la última, porque yo me muero... Si yo no podía ser feliz... Si era imposible... ¡Bien lo de¿ía yo* tormentos, infierno y desesperación!