aquí una carnicería. ¡Oh! si todos fuéramos prudentes, si no hubiera fanatismo, si no hiciéramos tonterías...
D. Benigno se enrojecía más con el calor de la conversación, y hasta parecía que su nariz se volvía más aguda, sus espejuelos más dorados y sus piernas más torcidas. La idea de la moderación se encarnaba en él, y no podía ver con serenidad los excesos de la gente exaltada.
— Pues no tendrán más remedio que irse á su casa y guardar el fuego para mejor ocasión los señores zurriaguistas,—dijo con cierto imperio.
— Nos iremos, nos iremos. Pienso comprar un mico y ponerle mi uniforme. Este trapo no merece ya cubrir el cuerpo de un hombre.
— Ese día aprenderán algo los pobres alumnos, Sr. Sarmiento.
— No acalorarse —dijo D. Primitivo.—Narváez acaba de decirme que no hay nada decidido todavía. Unos aseguran que hay capitulación, otros que no.
— Los Ministros están en Palacio.
<—¿Dónde han de estar? ¿Dónde ha de estar el ratón más que en su agujero?
— Conferenciando.
— Ese es su oficio, conferenciar. jCon cien mil pares de chilindrones, esto es una infamial
— ¿Habrá Cámaras?
— Habrá alcobas, Sr. D. Benigno; habrá vetos; pero ¡ayl no tendremos un Capeto en la guillotina.
— Hombre de Dios, ¡qué furia le ha entrado!