—Ya, ya me dió el olor del horno—dijo D. Patricio.— -¿Calen ti tos, eb?
— ¿Y se confirmará?
— ¿De modo que estamos aquí de más?
— Hemos tomado las armas para nada, — indicó con ira un barbero de la Carrera de San Jerónimo á quien llamaban Calleja.
— He aquí, amigo, nuestros fusiles convertidos en escobas,— gruñó Lucas Sarmiento.
— Mejor dicho, en palos para sacar del horno de la reacción estos fétidos bollos que llaman convenios, ó parches para cortar la efusión de sangre.
— Y el enfermo se muere.
— Se muere el país, la libertad, el Sistema perece. En vano la medicina política propone una sangría... jSangre! ¡Qué ridículo miedo á la 8angrel... jQué revoluciones tenemos aquí, por vida de san chilindrón chilindrainal... jqué Gracos, qué Espartacos, qué Aristogitones, qué Robespierres!
— ¿Con que de veras no hay nada?
— Sí: hay los hojaldres de Rosita,—repuso D. Patricio, con sonrisa de endemoniado.
— Seamos cuerdos— dijo D. Benigno Cordero, que era, como verdadero patriota, hombre de mesura y prudencia.—Si se evita una lucha sangrienta, ¿por qué lo hemos de sentir?
— Nada—indicó el Marquesito, que era de los más decididos:— mañana los guardias nos escupirán y tendremos que darles las gracias.
—No hay que tomarlo de ese modo, seño res. Si habla el fanatismo, me callo. La libertad no puede ganar gran cosa con que haya