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B. PÉREZ GALDÓS

— Soy el Diputado Riego— contestó el héro e d e las Cabezas, sorprendido de que hubiera uu mortal que no le conociera.

— Pues si es usted el Diputado Riego—añadió Morillo con mayor desprecio todavía, — váyase usted al Congreso, que aquí no tiena nada que hacer.

Cuando Morillo volvió la espalda para seguir dando órdenes, Riego pronunció en voz alta los consabidos términos de alarma, que tanto efecto han hecho siempre en el ánimo de los patriotas.

— ]La libertad se pierde!... ¡Estamos rodea* dos de precipicios!

Toda la razón estaba entonces de parte del General Morillo. Los milicianos de San Miguel y los del batallón Sagrqdo no bastaban para la tercera parte de los guardias que había en Palacio. Sólo en la exaltada cabeza de aquel fanático ídolo del pueblo cabía la idea de atacar tan desventajosamente á fuerzas tan aguerridas. El mismo San Miguel lo comprendió así, y atajuba el ardor impetuoso de sus sagrada» tropas, diciéndoles:

— Orden, señores; moderación, por Dios¿ que nos perdemos.

El batallón Sagrado marchó hacia la plassa de Santo Domingo, y algún energúmeno gritaba en sus filas: tjEstamos vendidos!»

Los milicianos no dormían. Fijos en sus guardias, con lc3 ojos del alma puestos en uu ideal de eterna gloria; impacientes, anhelantes; inflamados en amor á la libertad; ciegos con aquella noble ceguera que á veces hace