Por una singularidad oficial de éstas á que los españoles estamos acostumbrados, Morillo mandaba á los leales y á los sediciosos. El Ministerio, en su desaforado empeño de confeccionar toda clase de artículos de pastelería, le había nombrado coronel de Guardias el mismo día í.° de Julio, y como tal y como Capitán General del distrito, mandaba frecuentes recados ai Pardo, iba él mismo, subía á Palacio, entraba en el Ayuntamiento, en la casa de Ministerios, en las Cortes, visitaba el Parque, los cuarteles, los retenes, los puestos de guardias, hasta los grupitos de impacientes milicianos que cubrían las entradas de las calles. El objeto de aquel ínclito soldado era evitar un cataclismo, siempre más funesto, cualquiera que fuese su resultado, á la causa liberal que ai despotismo.
En la tarde del día 4, los guardias de Palacio hicieron fuego á los patriotas que habían tomado posiciones en la subida de los Angeles. La batalla era inminente, porque los milicianos, locos de entusiasmo, querían jarana. Acudió precisamente Riego con cañones que sacó del Parque; acudió el batallón Sagrado, decidido á atacar á los rebeldes, y el choque hubiera sido terrible sin la interposición del Capitán General, que llegó en el momento del peligro. Riego quería marchar adelante con sus fogosos milicianos; Morillo mandaba que se retirasen. Ambos personajes se miraron frente á frente.
—¿Y quién es usted?— dijo el Conde de Cartagena con irónico desprecio.