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B. PÉREZ GALDÓS

B. PÉREZ CALDOS

— ¡Amigos, á mil—gritó el maestro.— ¡Aquí estoy! ¡Ataquémosle juntos!... Animo, amigos míos. ¡Que me mata!

En un instante se halló Gordón comprometido por el número de los contrarios. Tres enormes garrotazos cayeron sobre sus hom-! bros y espalda. Furioso, pesado, rugiente co-; mo el jabalí herido, avanzó hacia los apalea-» dores. Espada en mano se dispuso á atravesar al primero que se le pusiera delante. Pero los: tres, al ver el acero, volvieron la heróica espalda, apretando á correr con tanta ligereza, que el ruido de los pies sobre el suelo alborotó momentáneamente la angosta calle de las Conchas. Por un milagro fisiológico de la Providencia, D. Patricio era el que más corría, gritando:

— ¡Traición, traición!

Anatolio no era un ciervo para la carrera, por la pesadez de su cuerpo, y se detuvo sofocado y sin aliento en la esquina de la Costanilla de los Augele3. Miró en todas direcciones, y no vió á nadie. Pero como sintiera ruido de pasos y voces por todas parte3, creyó prudente dar por terminada la aventura, y envainando su virgen espada se alejó, dirigiéndose otra vez á la calle de las Veneras, y por allí á la de Preciados.

Aquel incidente, de poca importancia al parecer, preparaba, con otros de igual naturaleza, un gran acontecimiento histórico. Lás tempestades empiezan así, cayendo ahora una gota, después otra. En los últimos días de Junio la» colisiones entre guardias y milicianos eran tan