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B. PÉREZ GALDÓS

antigua vecina.—Los hombres de ocupaciones no pueden estar todo el día en casa esperando a las niñas que van a buscarles.

— ¿Sabe usted si ha ido ya a la oficina?—preguntó Soledad sin hacer caso de la grosera observación del maestro.

— ¿A casa del señor Duque?

— Sí, señor. Aunque es temprano...

— Allí estará sin remedio.

—Pues voy. Muchas gracias, D. Patricio.

La madamita partió, y Sarmiento, encarándose con su ilustre hijo, que acababa de soltar la aguja para subir a comer, le dijo:

— Ahí tienes otra vez a la hija de cabra, a la niña del Sr. Gil, a esa loca y traviesa muchacha, visitando a nuestro D. Salvador. Ya ha venido cuarenta veces en lo que va de año.

— Lo menos.

— Es una buena pieza. ¿Quién lo había de decir viéndola tan mortecina, tan suavecita, tan humildota que su voz parece música de los ángeles del cielo! Pero la miseria todo lo corrompe, y Solita no ha podido menos de entrar en el camino de la perdición para encontrar un pedazo de pan que ponerle en la boca al tunante de Cuadra. Justo castigo ¡vive Dios! de las ideas contrarias a la libertad de los pueblos... Subamos, hijo.

—Me da lástima de ese pobre señor,—manifestó Lucas dando el brazo a su padre para ayudarle a subir.

— A mí no—repuso Sarmiento.—Si nos andamos con sensibilidades peligrosas, que lejos de amansar, dan mayores alientos a los