B. PÉREZ G ALDOS
— Son tres: los mismos de la otra noche.
— Me lo temía— insinuó Gil de la Cuadra con desabrimiento.—Esta es una vecindad que no me gusta. ¿Ha entrado también aquel señor...?
— ¿El eclesiástico gordo? Sí, acaba de entrar.
— D. Víctor Sáez,—dijo entre dientes el viejo, apartando el libro.
— ¿Es el confesor de S. M., padre?
— Chitón... por Dios... silencio, querida Sola—murmuró Cuadra llevándose el dedo á la boca y abriendo con espanto los ojos. — Cuidado con lo que hablas. Figúrate que no tienes ni ojos ni oídos. Hazte cargo deque nadie viene á la casa del maestro Naraujo.
Soledad recobró la costura.
— Porque has de saber—añadió el viejo,-— que estos señores han escocido la casa de nuestro amigo como el lugar menos sospechoso para reunirse y tratar de sus diabluras... Como sólo vivimos Naranjo y nosotros, que somos la discreción en persona... Pero yo no q-iiero meterme en nada... porque esto no tendrá buen fia. Veo, escucho y callo. Créeme; estoy escarmentado de conspiraciones, y sé á dónde conducen.
■—¡Conspiraciones!
— Chitón... Por Dios y la Virgen, mucho sigilo.
— ¿Y para qué conspiran?— preguntó Sola bajando mucho la voz.—¿Para trastornarlo todo, para que todo se vuelva del revés?
Al preguntar esto, el semblante de Sola sa había animado y resplandecía con la extraña