B. PÉREZ Gr ALDOS
ricióa de sa radiante yerno en el cielo de la casa le había producido.
— Mira, querido Anatolio—le dijo,—Debes de estar muy cansadito. Siete leguas á caballo descoyuntan á cualquiera. ¿Por qué no te echas en mi cama?
— Gracias, tío.
— Hombre, ten confianza. Echate, Anatolio. ¿No te parece, Sola, que debe echarse?
— Sí, que se eche... ¿Con que has llegado?...
— ¿No te dijo el corazón que llegaría hoy?
— ¡El corazón!...—preguntó Sola, que creyó volverse idiota. —No... sí... sí me dijo eso. Siéntate.
— Pero, hija, ¿acabarás de dar vueltas por la habitación?—dijo Cuadra riendo.—En resumen': ¿te quitas el manto ó no te lo quitas?
— ¡Ahí Sí... creí que me lo había quitado ya.
— ¡Qué turbada estás!... Hoy comerá Anatolio con nosotros. Ya empieza á participar de nuestra pobreza... |Oh! ¡qué feliz soy, Dios mío!... Dime, ¿qué ha habido de particular en el Real Sitio?
— Cosas estupendas—repuso Gordón, haciendo ai fin lo que tan reiteradamente le había rogado su suegro, es decir, echándose. — Muchos vivas ai Rey absoluto, otros tantos al Rey constitucional, bastantes palos y algunos sablazos. El día de San Fernando un miliciano insultó al Infante D. Carlos.
—Sí, ya lo supimos; ¡qué iniquidad! ¡Y no se castigan tales desacatos!
— S. M. ha venido esta mañana. Dicen por allá que día más, día ujquos, va á haber aquí