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B. PÉREZ GALDÓS

trovistas nuestras —dijo Salvador con distraeción.—¿No te parece? Figúrate que alguien le> dijese á tu primo...

— ¡Obi Sí... Ya te comprendo.

— H ty que tener circunspección. Querida hermana, no vuelvas aquí.

La querida hermana sintió una puñalada en el corazón.

—Sí... es verdad—dijo balbuceando.—Yo» había pensado... lo mismo. No debo volver..» no volveré más.

— |Qué triste es para mí tener que hablar de este modol Creo que te echaré de menos, querida Sola, y que los momentos que has pasada junto á mí en este gabinete y junto á esta mesa, no se me olvidarán mientras viva.

A pesar de su aparente timidez y dulzura real, Sólita no carecía de valor. Las desgracias de su vida habían dado singular temple á su corazón, y sabía ponerse á la altura de las circunstancias. Pudo, pues, alzar la frente con despejo, sonreir cariñosa, aunque serenamente^ á su hermano, y decirle estas palabras:

— ¿Y á mí podrán olvidárseme los beneficios que me has hecho? ¿Podrán olvidárseme las atenciones que has tenido conmigo, y tu empeño de llamarme hermana y tratarme como á tal? No se ven en el mundo ejemplos de raridad tan grande, ni ejercida con tanta delicadeza.

— No he hecho por tí sino lo que debía. Tn te mereces mucho más... Pero el poco tiempo que nos queda para estar juntos no lo empleemos en estas tonterías. Piensa que ahora nos