dró; pero quería saber si tú aprobabas mi resolución. Por esto conocerás el gran respeto <jue te tengo.
— Dejémonos de respetos. Tú te casas simplemente porque de este modo haces feliz al pobre Sr. Gil, y no por otra razsn,
— Ni más ni menos.
— Eso quiere decir que no amas al que será tu marido.
Salvador le clavó los ojos con tanta fijeza, que Sola se turbó más.
— Si he de decirte la verdad, Salvador — dijo sonriendo con gracia,— no le quiero mu«ho. ¿Por qué he de ocultártelo, por qué no h9 de decirte la verdad á tí, hermano mío, á tí, á quien debo la vida cien veces?...
Monsalud meditó breve rato.
— A pesar de eso—dijo al fin,—yo creo...
-¿Qué?
— Que debes casarte. ¿No dices que tu padre se volverá loco ó se morirá si no le obedeces?
— Seguramente, y le obedeceré. Sólo pensar lo contrario me da miedo.
— Entonces no me pidas consejo. — Es que si tú...
Soledad se sofocaba. Necesitaba tomar aliento á cada palabra.
— Es que si tu me aconsejaras otra cosa, hasta sería capaz de no hacer lo que mi padre desea. Se enojaría por algún tiempo; pero ya buscaría yo el medio de contentarle.
— No puedo aconst jarte tal cosa—dijo Salvador seriamente.— Respóndeme con franqdv.—