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JOSÉ MANUEL HIDALGO.
III

Yolande y su marido llegaron tarde. El buen Bonnet acababa de sucumbir en brazos de su amante esposa, que, con cristiano valor y santa resignación, le ayudó a morir con el consuelo inefable de nuestra fe. ¡Ah! - decía Napoleón en medio de la sangre de los campos de batalla - qué bello es ver morir con la fe de los católicos!

Á aquella apacible vida, á aquella tierna armonía de esa casa de bendición, sucedieron el silencio y el dolor Sin Yolande, que la ataba á la vida, la viuda se habría retirado a un convento para consagrarse á la piedad y á la oración por el hombre de bien que la había hecho tan feliz desde el primer día del matrimonio.

Desde que murió, su viuda, á pesar de todas las pruebas de simpatía que recibió y de que dió gracias con sincera gratitud, ya no quizo pertenecer al mundo, y no salia de su casa sino para ir al cementerio á llevar sus lágrimas y preces, cirios y flores. Al volver, húmedos sus ojos, que no enjugaba, y al encontrarse con la hija querida de sus entrañas, una