rrio del Perchel, asiento de la tunantería más fina y más graciosa del universomundo, inclusa la de aquellos diablos que siempre están cantando y riendo en los muelles de Nápoles, y recordaríamos, al subir al Castillo de Gibralfaro (donde estuve encerrado un mes por mi voluntad ó por dar compaña á un queridísimo preso militar y político), otra especie de barrio que había antes de la Coracha, y que, según me cuentan, ya no existe, cuyo nombre era El Mundo Nuevo. Allí contemplé muchas veces, en 1854, cuadros más inmorales, hediondos y terribles de los que suelen ofrecer á la espantada vista aquellos húngaros y gitanos nómadas que acampan á las afueras de nuestros pueblos, por negárseles en ellos hospitalidad, de miedo á toda clase de infecciones... ¡La Corte de los milagros, de Victor Hugo, se quedaba en mantillas, comparada con aquellas gentes que se encenagaban, cual si fuesen cerdos con alma, en la mugre, en el vicio y en el crimen, á pocos pasos de las más pulcras y lujosas calles y plazas de la capital!...
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