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estaban los enemigos tales, que de noche osaban quedar en ella de nuestros amigos infinitos dellos. Y llegados á vista de los enemigos, no quisimos pelear con ellos, sino andarnos paseando por su ciudad, porque teniamos pensamiento que cada hora y cada rato se habian de salir á nosotros. E por los inclinar á ello, yo me llegué cabalgando cabe una albarrada suya que tenian, bien fuerte, y llamé á ciertos principales que estaban detrás, á los cuales yo conocia, y díjeles que pues se veian tan perdidos, conocian que si yo quisiese, en una hora no quedaria ninguno dellos, que por qué no venia á me hablar Guatimucin su señor, que yo le prometia de no hacerle ningun mal, y queriendo él y ellos venir de paz, que serian de mí muy bien recibidos y tratados. Y pasé con ellos otras razones, con que los provoqué á muchas lágrimas; y llorando me respondieron que bien conocian su yerro y perdicion, y que ellos querian ir á hablar á su señor, y me volverian presto con la respuesta, y que no me fuese de allí. E ellos se fueron, y volvieron dende á un rato, y dijéronme que porque ya era tarde su señor no habia venido; pero que otro dia á mediodia vendria en todo caso á me hablar, en la plaza del mercado; y así, nos fuimos á nuestro real. Y yo mandé para otro dia que tuviesen aderezado allí en aquel cuadrado alto que está en medio de la plaza, para el señor y principales de la ciudad un estrado, como ellos lo acostumbran, y