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E con esto me fui á la fortaleza, en la cual y en aquella mezquita mayor que estaba junto á ella[1] se aposentó toda la gente que conmigo venia; é los que estaban en la fortaleza nos recibieron con tanta alegría como si nuevamente les diéramos las vidas, que ya ellos estimaban perdidas; y con mucho placer estuvimos aquel dia y noche, creyendo que ya todo estaba pacifico. E otro dia después de misa enviaba un mensajero á la villa de la Veracruz, por les dar buenas nuevas de cómo los cristianos eran vivos, y yo habia entrado en la ciudad, y estaba segura. El cual mensajero volvió dende á media hora todo descalabrado y herido, dando voces que todos los indios de la ciudad venian de guerra, y que tenian todas las puentes alzadas; é junto tras él da sobre nosotros tanta multitud de gente por todas partes, que ni las calles ni azoteas se parecian con gente; la cual venia con los mayores alaridos y grita más espantable que en el mundo se puede pensar; y eran tantas las piedras que nos echaban, con hondas dentro en la fortaleza, que no parecia sino que el cielo las llovia, y las flechas y tiraderas eran tantas, que todas las paredes y patios estaban llenos, que casi no podiamos nadar con ellas. E yo salí fuera á ellos por dos ó tres partes, y pelearon con nosotros muy reciamente, aunque por la una parte un capitan salió con

  1. Este es el sitio que hoy ocupan la santa iglesia metropolitana, el palacio de los excelentísimos señores vireyes, y casas del estado del señor marqués del Valle.